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El blog de Angel Arias

Al socaire: Cómo no montar un restaurante/Los clientes (1)

Al socaire: Cómo no montar un restaurante/Los clientes (1)

Transcribo aquí una parte del Capítulo relativo a Los clientes, de mi libro "Cómo no montar un restaurante". Algunos otros apartados (forzosamente incompletos), pueden encontrarse ya en este Cuaderno. No pretendo que el lector obtenga la visión completa de una obra que consta de más de doscientas páginas con un par de textos elegidos casi al azar, pero sí quiero que mis amigos y seguidores disfruten con estas ideas con las que pretendí recoger mis tropiezos y alegrías con un oficio que es, en opinión no contrastada, tan antiguo como la división del trabajo entre cazadores, recolectores, filósofos y cocinillas.

Los clientes

Los restauradores y los taxistas –no todos los taxistas, solo aquellos que ejercen como autónomos, si es que todavía queda alguno de esta categoría- presentamos bastantes aspectos en común.

Podríamos estar catalogados como los mejores profesionales del mundo, preparar comiditas como los ángeles o tener el taxi limpio como una patena y las ruedas nuevas, pero si ese día toca partido del Real Madrid o del Barça, lo más probable es que no te comas un rosco, o sea, que te comas un marrón.  Los posibles clientes habrán desaparecido, porque estarán agrupados en torno al televisor, bebiendo cerveza de lata y atiborrándose de pizza y palomitas en casa del vecino, que tiene jómvídeo.

Hasta que descubres que restauración y fútbol son incompatibles, lo pasas mal. La sensación es la misma que la que los pescadores teníamos -hace ya décadas, y en su propio contexto- cuando, sin que hubiera razón, te tocaba volver a casa con la cesta vacía. La ilusión era la de siempre, y habías pedido día libre en el curro, y estabas utilizando maravallo fresco, y moscas de gallo de León o lombrices rojas de Piruéngano. Pero ese día, las truchas no estaban en el río.  

Los taxistas y los restauradores debemos tener mucho cuidado con el malhumor. Te juegas tanto y pones tanto empeño en prepararte para agradar a desconocidos, que se pierde el tiempo elucubrando desde la filosofía. Y como el coco trabaja recalentado, corremos el riesgo de que se nos suba la adrenalina, la melancolía o el desánimo a la cabeza, que ya anda con muchas revoluciones por pasar tanto tiempo entre fogones.

Me acuerdo de una frase de uno de mis compañeros de una empresa en la que trabajé, que decía, a propósito de los taxistas. “¿Cómo puede pensar alguien que una persona que se pasa el día encerrado en un habitáculo de menos de un metro cuadrado, dando vueltas por una ciudad de tráfico endiablado, sin poder distraerse un segundo, aguantando las ganas de mear, y siguiendo indicaciones de un tío al que no conoce de nada y que piensa que puede atracarlo, va a ser normal?. Lo más lógico es que si le das oportunidad, discuta contigo y hasta corres el riesgo de que te mate”.  Pues algo parecido nos pasa a los restauradores.

Los restauradores presumimos de sicólogos, y por eso somos propensos a agrupar a todo el mundo, sin distinción de matices en categorías. Para simplificar, también coincidimos en eso con los taxistas, y por lo general tendemos a ver a todos los clientes como si fueran uno solo, como si se tratara siempre del mismo. Si al bajar del taxi das un portazo sin querer, hay una alta probabilidad de que el profesional te diga aquello de “Es que Vds. no saben cerrar con cuidado una puerta, claro, como el coche no es suyo”. Si coges el taxi en el aeropuerto para que te lleve al barrio de al lado, que es donde vives, ya te puedes preparar. “¿Es que Vds. creen que para esta mierda de carrera me mereció la pena estar esperando?”. 

El restaurador, como el taxista, tiene que aprender a diferenciar lo antes posible al cliente anónimo del cliente diferenciable, porque le va a ser muy útil. La tentación es grande. Lo que te pide el cuerpo es que, igual que con el taxista tipo, el restaurador medio crea que los clientes desconocidos para él son el mismo, Juan Presuntuoso y Marujita Pimpollo. Y no. Como vivimos del cliente, hay que  abstraerse de la amplia tendencia a considerar que el cliente al que no le pones nombre sea tu enemigo potencial, aunque no te falte razón para temer que puede amargarte el día. 

Me parece, después de este preábulo, que ya es hora de que incorpore algo específico sobre la relación restaurador-cliente. Debo empezar hablando de la manera de clasificar a los clientes, que es tanto como pretender la clasificación del género humano, aunque contemplada desde la perspectiva de propietario de un local de comidas.

Podría afirmar petulantemente que existen siete o veinte caracteres, y remitirme a las clasificaciones habituales en las ciencias de comportamiento sociológico a la siquiatría. Pero me he convencido de que no resultan aquí de aplicación, o, al menos, resultan muy poco útiles para lo que nos ocupa. 

Con el paso de los años, me he convencido de que existen solo dos tipos de clientes:

a) el que viene ya contento de casa o del trabajo, y concibe el acto de comer fuera como una fiesta entre amigos, disfrutando del ambiente, de la comida y del servicio, y que, póngasle lo que le pongas, se lo come hasta los adornos del plato, porque tú eres un invisible soporte para su momento feliz. Por fortuna, son la mayoría.

Pero está también:

b) el que acude al restaurante como quien va a un partido de fútbol, a desintoxicarse de la tensión acumulada, y aprovecha la mínima ocasión para insultar al árbitro, discutir con el vecino o vituperar a cualquier jugador que se le atraviese en el camino de su malhumor prefabricado. Este estará en posición de saltar al cuello del empleado más sosegado desde que entra por la puerta, y sería muy conveniente que el restauradoro aprendiera a distinguirlo.

Para entrar en materia, un consejo. Si Vd. quiere montar un restaurante, amigo mío, tiene que estar seguro de que las críticas negativas no le afectarán lo más mínimo. Entiéndame bien. Habrá algunas veces en que las cosas saldrán mal, porque de humanum errare est, y en esos momentos lo que procede es disculparse con el afectado cliente, desearse que la situación no se repita (y, en particular, no se repita con él) y agarrarse al hecho incontestable de que, como en casi todos los servicios cara al público, por fortuna, al dia siguiente le tocará a Vd. empezar de nuevo, con caras nuevas.

Si ese cliente desafortunado que le pilló con una pifia, está en dia de comportarse como una persona normal, aceptará las disculpas y se tomará de buen grado la rebaja en el precio o el regalo del chupito, el segundo plato o la cena completa, según la magnitud del desaguisado, y hasta puede que vuelva al cabo de unas semanas, como si nada le hubiera pasado. 

Pero si su desliz ha ido a reposar sobre un congénere de la segunda categoría que he definido, o está en día de malas, póngase a temblar. El comportamiento de ese cliente ultrajado con la gota de vino tinto en su camisa, va a ser muy otro. Incluso puede que no necesite ni gota de vino, ni pelo en la sopa: le bastará que el vecino de al lado celebre su cumpleaños, que la señora de la mesa de enfrente tenga una risa demasiado estridente, o que el carpaccio le sepa a vinagre. 

En esos casos, da igual que Vd. haya cuidado al Sr. Juan o a la Sra. Maruja como a su propia madre o al hijo primogénito. Y si le toca un mal día a su cliente habitual, rece a sus santos para que no la tome con Vd. o sus empleados.

Ya me lo advirtió un amigo restaurador que tenía por entonces dos restaurantes y daba a empleo a más de una veintena de profesionales con callos en los pies: “Como un mal día tu empleado tenga la mala suerte de tropezar y vierta unas gotas del café sobre el traje más raído de tu cliente habitual en día de mal humor, tienes garantizada una escena de tomo y lomo. Es muy probable que, si no andas al quite, no volverás a verle por allí, y se convertirá en tu peor detractor, como si le hubiéras asesinado a la suegra”. La camisa de faena más birriosa se habrá convertido en una obra exclusiva de Giorgio Armani y el zapato en el que cayó la gota de aceite del pulpo a la gallega, será justamente herencia de su bisabuelo y pieza de museo. 

En mis años como restaurador, he recibido los elogios más desmesurados y las críticas más feroces (estas últimas, en mi opinión y la del personal de mi restaurante, injustificadas). Me han tratado de innovador, de genio, -lo que es claramente excesivo, y eso que me esmero- y, en casi idéntico número de ocasiones me han calificado de engañabobos, y tratado como un delincuente que mereciera las horcas caudinas o la parrilla en que asaron a San Lorenzo, incluso por el pecado no catalogado de no tener una marca de refresco.

Educado en la sensibilidad desde la gestión de servicios urbanos en diferentes ciudades del mundo mundial, cuando mi trabajo y el de mis subordinados recibía una crítica negativa, me preocupé siempre de contestar educadamente, tratando de justificar los fallos o desmintiendo que hubieran acaecido, si fuera el caso, y dando todo tipo de explicaciones del suceso. 

En realidad, la mayor parte de la gente jamás emitirá ningún comentario elogioso ante un servicio de restauración. Cree estar recibiendo esta atención porque es acreedor a ella, ya que paga. Si bien nunca criticará a Mc Donalds o a la fritura grasienta de la tasca de la esquina, cuando entra en un restaurante con aire elegante, puede que le apetezca cambiar el chip y convertirse en experto crítico gastronómico.

Si es un cliente del segundo tipo, se convertirá en amo total del espacio y de los tiempos que ha alquilado a terceros, y dará por sentado que se le preste total atención. Hasta límites imposibles. Vd. habrá de saber el punto de la carne como a él le gusta (que llamará poco hecho o al punto según le haya venido en gana). Vd. deberá adivinar el momento justo de sal a su paladar, y, por supuesto, ser conocedor que en algunos pueblos, la salsa vizcaína se hace sin ajo, que es como le apetece probarla en este día.
Da igual que esté solo en el local o que haya doscientas personas, que sea el cumpleaños del cocinero o se le haya muerto la tía al jefe de sala.

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