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El blog de Angel Arias

Al socaire: Cómo no montar un restaurante

Al socaire: Cómo no montar un restaurante

No lo sabe nadie, pero tengo escrito desde hace un año un Librito: "Cómo no montar un restaurante", en el que recojo, con pretendido tono cómico, mi experiencia como restaurador, cebándome en los errores que cometí. Algún día puede que lo publique entero. De momento, copio aquí parte de la Introducción, esperando que guste -intelectualmente hablando- a mis lectores.

La idea de montar un restaurante está entre las obsesiones típicas del ser humano versión occidental. Independientemente de la formación recibida (o quizá precisamente por ello), tanto las gentes de la Academia como los más imponentes garrulos, acarician la idea de montar alguna vez en su vida un restaurante. Si además, se han especializado en hacer fiambre de gallina o bacalao al pilpil, y se ven sistemática y efusivamente elogiados como maestros culinarios cada vez que consiguen reunir en su mesa a seis amigos acostumbrados al filete empanado chorreante de aceite de soja requemado, la tentación puede acabar siendo, en primera instancia, irresistible.

Por fortuna para ellos (y, en muchos casos, también para sus potenciales clientes), la mayor parte de esas ideas no son llevadas a la práctica jamás: la pereza de cambiar un empleo estable, las dificultades económicas, la experiencia cercana de otros que perdieron hasta la camisa en veleidades parecidas, les hace desistir y deja en nonato el íntimo deseo.

A mí, las ganas de montar un restaurante me venían desde niño. Me gusta cocinar, es cierto, pero pertenezco a una de esas familias numerosas en las que las mujeres han monopolizado durante años la entrada al reducto sagrado de la cocina.

Desde “eso es cosa de niñas” o “no quiero verte aquí, que lo ensucias todo”, fueron varias las razones por las que se me impidió durante mi niñez y adolescencia acercarme a los fogones. Tuve, con todo, la suerte de ver cocinar a mi madre mientras me tomaba la lección (la cocina era el punto de desfile obligado para comprobar el grado de aplicación de todos los infantes de la casa, hasta que alcanzaban el grado de madurez suficiente para concentrarse a solas con los libros). Durante el invierno, como la cocina era el lugar más caliente de la casa, allí nos concentrábamos los más frioleros para hacer los deberes, aunque ya hubiéramos sido emancipados de aquel control de calidad.

Así pude saber que la inmensa mayoría de los platos salados se comienzan con una lenta digestión en aceite de oliva de un picadillo de cebollas, ajo, pimientos verdes o rojos y perejil, a los que se puede añadir tomate cuando la cebolla vira del color cristal blanquecino a un suave tostado nuez. También pude valorar la importancia de controlar las combinaciones de harina, huevos frescos, azúcar  y nata para conseguir variados dulces caseros.

Aunque no tiene aparentemente mucho que ver, desde que los lecheros que nos abastecían de una leche magnífica que se hervía haciéndola subir dos veces pactaron con mi madre que durante mis vacaciones yo me convertiría en profesor particular de un hijo de mi misma edad, nuestra casa pasó a estar la primera de su ruta en el reparto, y esas dos o tres horas de docta charla infantil, me eran recompensadas de vez en cuando con mantecas. Ello me permitió desplegar un sentido especial para diferenciar la manteca de leche de vaca alimentada con hierbas frescas, de la margarina que, envuelta en hojas de berzas para dar el pego, mi padre nos traía desde su fábrica de productos químicos, con la esperanza de que algún día dijéramos que era mejor que la de los lecheros.

 

Nada de esto tiene seguramente interés respecto a lo que voy a contar, salvo en lo que respecta a mi vocación por la restauración, que, en realidad, pienso me llegó definitivamente cuando, siendo ya profesor de la Universidad, y recién casado, mi flamante mujer –a la que su querida madre no había tenido tiempo, como maestra que era, en formar en los rudimentos de la cocina- me obsequió un día con unos atractivos filetes a la cayena que me hicieron probar la solidez de mis paredes estomacales durante las penosas cinco horas de digestión atormentada.

El pobre bedel que atendía a la intendencia de aquellas clases tan poco magistrales dada mi bisoñez, sudó aquella tarde como nunca, porque cada diez minutos tuve que llamarle para suplicarle un nuevo vaso de agua. Ni él ni yo podíamos entender la causa del desasosiego de mi estómago, que yo solo comprendí cuando, al volver a casa, supe que la expresión “echar cayena al gusto” habia sido libremente interpretado por mi inocente esposa, deseosa de seducirme también por el gusto, como que había que vaciar, debidamente machacado, el bote de la especie en el, por lo demás, muy delicioso guiso.

5 comentarios

el portugues -

Hoy tenoa en mente abrir un restaurante y al sentirme tan identificado con la introducion de esta istoria tan entrañante me dcidi por la construcion .


jejejej
P.D
Espero no equivocarme .

Saludos a todos

Llara -

Me encanta... ¡cuantas veces habremos dicho estas mismas cosas comiendo con nuestros amigos de la desaparecida "La Gastroteca de Stephan y Arturo"!....

Eada Ceballos -

No quisiera verte en ese trance.
No te pido que hagas más de lo que consideres oportuno y no pretendo empujarte a hacerlo. No pude contener mi solicitud anterior, pero entiendo la decisión que tomes sobre airear o no el proceso de cómo no montar un Restaurante.

Administrador del Blog -

Veré que se puede hacer. No es que me haya entrado un arrebato de pudor. No.

Pero, como saben mis amigos, el restaurante que es actualmente de mi exclusiva propiedad (y de mi tan sufrida esposa) comenzó teniendo otros socios. Entre ellos, la modelo Laura Ponte (hoy, familia política de SM El Rey).

Y no quiero que este Cuaderno corra el riesgo de ser expoliado por buscadores de anécdotas ávidos de alimentar cotilleos. Al fin y al cabo, y aunque adulterado por mis aficiones literarias y otras veleidades artísticas, yo soy un profesional a quien contratan para realizar serios y doctos informes técnicos, o plúmbeos y documentados dictámenes jurídicos. No me veo interviniendo en programas de Corazón...digamos...por ahora.

Rafa Ceballos -

Ángel: No puedes dejarnos con la miel en los labios. Esta introducción es maravillosa y ardo en locos deseos de leerme de un tirón el resto del librito. Tu forma de narrar, el argumento y los personajes son el mayor atractivo. No seas cruel y haznos llegar el texto completo.