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El blog de Angel Arias

El síndrome de Jovellanos (Editorial de Entiba, num 75/76)

 

Hace más de diez años, se publicaba en la revista ENTIBA este Editorial, que recupero aquí, para este blog, no se si para alimentar la nostalgia, o alguna otra de esas cualidades del alma que más comen.

No es asunto sólo de Asturias, tiene alcance mayor; es cosa, al fin y al cabo, de país. Ni siquiera es producto de este tiempo, viniendo como viene del fondo mismo de nuestra historia. Está ligado, como negra pez de la que desprenderse sin desgarro es imposible, a nuestra propia esencia. Sobran ejemplos de quienes se dieron cuenta de que la cosa iba a más, y pusieron su empeño en denunciarlo. En nuestra profesión, sin ir más lejos, se puede citar a unos cuantos sabios que diagnosticaron el síndrome con brillantez y alarma: Román Oriol, Antonio Belmar, Wenceslao González, Francisco Gáscue, Federico Kuntz, Pablo Trasenster. Entre otros.  

Escribía, por ejemplo, Fernando Bernáldez, allá en 1883: "Tiempo es ya de que los pensadores fijen preferente atención sobre este importantísimo ramo de la riqueza nacional, y dando tregua a las estériles luchas de la política, en el sentido que hoy desgraciadamente se entiende y practica en nuestra España, y que absorbe sin resultados beneficiosos para ella una gran parte de la inteligencia de sus hijos, lo dediquen al estudio de las cuestiones tan complicadas y difíciles que entraña este interesante asunto."

Que se hablase entonces de la minería (como era el caso), de la lucha contra el paro o de las nuevas tecnologías, no restaría vigencia a este discurso.
 Darse un repaso por los números de la Revista Minera y Metalúrgica de hace más de un siglo, es adentrarse en la comprensión de aquellos profesionales a los que cabe hoy rendir homenaje de respeto.

Su preocupación por mover a los poderes públicos y privados a hacer juntos las cosas, en lugar de andarse cada cual por su camino, merece tanta más atención cuanto más larga resulta nuestra permanencia en el túnel en donde campan por sus respetos las brujas de la improvisación, la falta de gestión, la desunión, el despifarro, que con sus escobazos provocan heridas por donde se ceba aún más la crisis.
 

Aquellos ingenieros, que cabe suponer sin mucho público, se empeñaban en hablar del papel de la iniciativa particular para vivificar la decadencia industrial, se quejaban de la incomprensión de la sociedad hacia los mejores, denunciaban la dejación de intereses nacionales en manos de oscuros valedores de capitales extranjeros vestidos con piel de cordero.

Con ilusión estrellada contra la desidia oficial, argumentaban contra la incapacidad para entender y, por lo tanto, tratar, la crisis carbonera y siderúrgica. No exentos de humor, escribían cosas que hoy mueven todavía a reflexión, como esta muestra: "En Gijón, en donde aún no sabemos que hayan podido ponerse de acuerdo sus prohombres respecto a lo que hay que hacer de inmediato para mejorar el puerto, parece que se han entendido perfectamente para construir una plaza de toros." Sin mucha información acerca de qué otras cosas hacían estos ilustres olvidados, los imaginamos sorteando zancadillas trapaceras, reclamando seriedad, tesón y humildad, mientras aguantaban el pisoteo de los que defendían intereses particulares gritando que representaban mayorías.
 

Se negaban también entonces -dicen aquellas crónicas- a dar mayores presupuestos a la paupérrima investigación minera, mientras no faltarían dineros para fiestas y fastuos, ni para apoyar intereses de los ávidos, más astutos en hacer amigos en los poderes públicos y económicos. Se traducían pliegos de condiciones que primaban el acero o el carbón inglés en detrimento de la incipiente industria asturiana y vasca, que, falta de calor para empezar a vivir, ya se moría.

Los mismos que negaban apoyos a proyectos que pretendían adelantar la implantación del ferrocarril, ponían en duda nuevas técnicas que querían revolucionar la metalurgia y la minería. Para desesperación de quienes sabían más y más habían viajado, iluminados de farol creían poder predecir el futuro de los hornos de acero, decidían la improcedencia de investigar la coquización de hulla, y juzgaban a los dados la calidad con que debían fundirse los metales para la Artillería, y aún echaban tiempo en preocuparse más por la uniformidad que por la seguridad y policía mineras. Los intereses de los más hábiles primaban así sobre la voluntariedad de los más sabios.
 

Pero volvamos al presente, porque cualquiera que sea el origen de ese mal, los síntomas permanecen ahí. Activos especialistas en destrozos, siguen consumiendo cualquier atisbo de empuje, devoran la ilusión y la inventiva, y sustituyen las ruinas que dejan por la conformidad más absurda, entronizando la falta de imaginación como objeto de culto obligatorio. Su empeño toma las formas más variadas: ideologías y credos de uno y otro signo; se disfraza de compañeros de viaje y de profesión; encaja por igual en sindicatos, empresas y partidos.

Todo vale para que el vacío triunfe, y para eliminar los no-creyentes utilizan desde el empujón sin escrúpulos a la palmada con cuchillo en las espaldas.
 Con ese caldo de cultivo para el desprecio y la ignorancia, no vale mucho que se siembren iniciativas que convulsionaron otros lugares, se trasplanten ideas de mucho mérito, se pongan con cuidado nuevas bases del mañana. A empellones, a trancas, a porrazos, los que no creen más que en lo que tocan, se harán fuertes en críticas sin alternativa, harán caer hechos esqueletos y muñones, cuando no objetos de su risa, las buenas intenciones, los propósitos.

Como su imperio es el desierto, la inoportunidad de estos necios es la misma de los que queman los bosques porque así creen mantener su oficio de bomberos: aplauden sus éxitos mientras se cierran las empresas que no ven, se reducen las oportunidades que no entienden, disminuyen los puestos de trabajo que no les interesan.

Al abominar del cambio, exigiendo total inmovilidad para mantener sus prebendas del hoy, llenan de miserias el futuro.
 La zanahoria con que tientan para que se les siga es tan evidente como escasa su pulpa. Creen que la cantidad de las rentas es más importante que su origen, e incapaces de entender la necesidad de asumir nuevos riesgos, no dejarán invertir porque prefieren mantener, no apoyarán porque tienen las manos ocupadas en sostener los árboles caídos, no se arriesgarán a saltar aunque el incendio les abrase los pies. Hacen como aquellos que, concentrando las energías en mimar al enfermo, no advirtieran que cada día pierde algo del color y, sin darle medicina ni poner otro remedio al deterioro que el cariño, dejaran que su estado se agravara hasta la muerte.   

El síndrome no lleva el nombre de quien primero lo padeció, sino de su descubridor más ilustre. Jovellanos detectó tempranamente su presencia entre la sociedad asturiana y vió, alarmado, como  se propagaba, sin justificación, como la peste. Generación tras generación el síndrome ha seguido vivo, alimentado tanto por propia iniciativa regional como por supuestos intereses del Estado.

No mereciendo Asturias el rango de nación, pasó a ser Banco de pruebas del país, piedra de toque de cuantos se emperran en lo poco, ejemplo de los simples que toleran ser sodomizados porque qué se le va hacer. El experimento de ir talando poco a poco los tejos mientras la flauta toca aires bucólicos fue un éxito, y, por eso, afecta hoy esta manía de dejarse morir antes que consentir que nadie meta mano a los temas, a una buena parte de la colectividad española.

Pero la apatía es endemia en Asturias, y si en otros sitios es mal posiblemente pasajero, afecta a la totalidad de lo asturiano, y fagocita con prontitud a cuantos se asientan aquí, propios como extraños, legos como clérigos, novatos como avezados.
 Aunque muchos ignoren que padecen el mal, están sin remedio contagiados de la más profunda desidia, que los hará ver con buenos ojos todo lo que no sea cambio brusco. Ingenuos al admitir que lo que no se mueve con rapidez no hace daño, andan como si tal es la cosa, sin que noten lo que les come los pies.

Si de enseñar o estudiar se trata, acabarán elogiando lo inútil porque no crea polémica; si quieren hacer o leer periódicos, se detendrán en las noticias que anuncien cualquier gresca, pasando por alto todo lo demás; y si su oficio es alzar pescado, sacar piedras, colar arrabios, soldar chapas, conducir, mercar o gestionar las cosas, harán de la repetición y del tedio, el único objetivo con que llegar hasta mañana. Así se vuelven todos autómatas acostumbrados a repetirse sin preguntar, sintiéndose parte de un paisaje cuyo mensaje más genuino es que adormece.
 

Si les falta el pupitre, el periódico, el andamio, el agujero, no sabrán qué hacer. Irán, una y otra vez, febriles, como la ardilla prisionera en su jaula, hacia el pesebre donde les dieron de comer y emplearán sus fuerzas en gritar que se lo sigan llenando de lo mismo, sin que les importe lo que producirán con su trabajo. Adquieren madera de funcionarios sin función que defender más que su plaza, y harán de su subsistencia, cosa pública. Contra los que osen dudar de su razón, son muy capaces de organizar manifestaciones, barricadas, inmolarse, en fin, antes que admitir que puedan estar equivocados en la fórmula: seguir igual otro día más.  

El tratamiento está claro. Hay que viajar, abrir ventanas, olvidarse de mirarse las llagas que causa la estéril postración y romper el cristal hipocondríaco. Dejarse de discusiones estériles, de diagnósticos. Ya está dicho otras veces. A quién importa si son mejores las empresas públicas o las privadas, las variantes del Este o del Oeste, si habrá que reconvertir o reindustrializar, implantar nuevas tecnologías o apoyar los quesos artesanos. Todo es necesario, todo falta, a todo hay que dar mérito.

Mientras se busca la verdad del carretero, se reducen los puestos de trabajo a mansalva, se cierra el INI, nos venden a los alemanes la Ensidesa, nos recortan Hunosa hasta hacerla miniatura de sí, se nos hunden astilleros, se enblandecen Duros y flaquean nuestros hornos refractarios. Mientras decidimos qué hacer, nos derrotarán en Defensa, venderán a los catalanes nuestros Bancos y se nos marcharán, con hinchazón de ojos y de vísceras, los pocos empresarios, los humores, el ahorro, el capital y, lo que es mucho peor, nuestros mejores.
 ¿Nos ha servido de algo el desarraigo colectivo?. Discutir tanto, ¿ha hecho más seguro cualquier proyecto que necesitara el apoyo de los demás?.

La escasez y falta de orientación nos hace aún más incapaces para poner a andar las cosas, y vamos como autómatas del homenaje a la farándula, del funeral al festorrón, de soportar la piedra de Sísifo a dar lustre a la piedra embetunada.
 "Como hay falta de luces para erigir y promover con utilidad establecimientos industriales, todo el mundo se mete a terrazguero; profesión, sino la más útil, por lo menos la más dulce y cómoda de cuantas se conocen y por lo mismo, la más análoga a nuestra pereza y natural amor al regalo."

Lo dijo Jovellanos, hace más de dos siglos. Los terrazgueros de ayer hacen colas hoy ante las ventanillas por donde se les paga la pensión, mientras a todos se nos seca un poco más el cerebro cada día, viéndonos enfermar, morir de repetirnos.

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